jueves, 6 de enero de 2022

CUATRO MIL CUATROCIENTOS OCHENTA Y TRES

 





Ha amanecido un día tan radiante que la casa irradiaba luz, los rayos de sol entraban a través de las cristales y todo relucía, no me ha quedado más remedio que ponerme en camino de los bosques de Uribe Kosta, perderme en ellos, sacar algunas fotos, pocas porque ya casi no hay caseríos auténticos, casi todos están arreglados y cuando intentan embellecerlos pierden su encanto, por lo que en ese terreno no he podido hacer gran cosa, he disfrutado del silencio, de la soledad y de ver verde.

Los árboles estaban secos y desordenados, esa zona ha perdido encanto, casi prefiero no acordarme de los tiempos en que me movía por allí como si fuera mi casa cuando tenía una amiga que se llamaba Rafaela Eguía, iba a su caserío y le compraba huevos de sus gallinas que eran tan libres que ni siquiera tenían ponedero, Rafaelas las conocía bien y sabía los lugares en donde los encontraba.

Con ella aprendí a recoger patatas con mucho cuidado para que no se rompieran, es una faena delicada.

Creo que Rafaela era la persona más conectada con la naturaleza que he conocido en toda mi vida.

Una navidad me regaló un capón y como no sabía lo que se hace con un animal semejante, se lo regalé a mi madre que era una excelente cocinara y siempre hablaba muy bien de los capones.

Al cabo de unos días me llamó para invitarnos a comer a mis tres hijos y grande fue nuestra sorpresa cuando nos sirvieron el maravilloso capón, perfectamente cocinado que estaba mejor que bueno.

No he vuelto a comer un capón, ni siquiera se me ha planteado la oportunidad.

Aquellos tiempos han pasado, fueron estupendos, por eso es tan importante disfrutar del presente, dura poco.

No solo las personas mueren sino que las costumbres cambian, es conveniente adaptarse a los tiempos nuevos.







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