lunes, 9 de noviembre de 2020

CUATRO MIL CIENTO SESENTA Y DOS

 




Debido a un trabajo que realizo estoy en contacto con filósofos de los que aprendo, sobre todo a poner nombre a sentimientos que tengo, pero soy incapaz de expresarlos con palabras.
Eso es algo que aprendí hace mucho tiempo escuchando a Lidia Falcón, feminista pionera que luchó contra viento y marea para ayudarnos a despertar a las mujeres españolas.
Ella había estado en la cárcel y había sido torturada en época de Franco y yo, que era unos años más joven, me daba cuenta de que no me gustaba nada cómo se nos trataba a las mujeres, tanto en casa como en la calle, no obstante me callaba, no sabía exteriorizar lo que sentía, ni siquiera lo comentaba con mis amigas, parecía que las cosas eran así y no se podían cambiar.
Empecé a considerarme feminista cuando conocí a mujeres que ya lo eran y sabían los motivos que les impulsaban a reivindicar sus derechos.
En aquella época yo era muy tímida, no me atrevía a hablar, el ambiente de la casa de mis padres era machista hasta extremos difíciles de comprender, viendo sobre todo el carácter de mi madre que se consideraba machista, sin embargo un día dijo:

¡Hasta aquí hemos llegado!

Me lo contó hace unos años, no demasiados, cuando mi padre, a quien yo adoraba a pesar de ser el prototipo de machista mimado, ya había muerto.
Íbamos en coche por la avenida del Triunfo en Getxo, yo conducía, le llevaba a algún lugar y ella hablaba.
Me decía que antes de que mi padre muriera, le había contado satisfecho, que había hecho testamento y que había dejado la mayoría de sus bienes repartidos entre sus hijos y ella seria usufructuaria.
Mi madre reaccionó inmediatamente ante semejante desvarío.
Ni por un momento estaba decidida a aceptar semejante humillación, ya había sufrido bastantes durante un matrimonio en el que mi padre había llevado la batuta amparándose en la máxima de san Agustín:

La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa.

Sin quejarse y a pies juntillas, a pesar de que en muchas  de las decisiones que tomaban como matrimonio y como padres, ella, que era muy inteligente y tenía experiencia de la vida porque se había quedado huérfana muy joven, considerase que las cosas podían hacerse mejor.

Aquel día me contó que no aceptó ese testamento y que le habló en un tono como no lo había hecho nunca, muy seria y dando a entender que no estaba dispuesta a admitirlo.
Le dijo que había trabajado al unísono con él, le había acompañado en todo a lo largo de la vida, llevando la casa y la educación de los hijos como él había querido, sin protestar jamás y ahora, lo único que quería era que fuera justo con ella.
Hacer herederos a los hijos era muy bonito, pero ser usufructuaria le ponía en un lugar humillante, así que a mi padre no le quedó más remedio que volver al notario y cambiar el testamento, se había dado cuenta de que mi madre no iba a transigir y vivir al lado de una mujer enfadada los últimos años de su vida, justo cuando más la necesitaba, no resultaba halagüeño.

Así es cómo comprendí que en su fuero interno mi madre era feminista, pero nunca le había compensado enfrentarse a mi padre, hasta que llegó la hora de jugarse su futuro y tuvo que poner las cartas sobre la mesa.





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