sábado, 28 de noviembre de 2020

CUATRO MIL CIENTO OCHENTA Y UNO

 




Estaba intentando ordenar mis textos y de pronto me encontré con un título que me sorprendió: Fania Fontcuberta, del que solo me sonaba el apellido catalán que no me recordaba a nadie que yo conociera personalmente.
Instigada por la curiosidad, lo leí con detenimiento y comprendí que se trataba de un capítulo de la primera novela que publiqué, Reflexiones de una mujer casada lo cual me llevó directamente, aunque con algunos cambios, a la relación que yo tuve a esa edad con Cala Ampuero, incluso era lógico que eligiera un apellido catalán, ya que la madre de Cala, Isabel Urruela, era catalana y se había metido monja cuando se quedó viuda.
Me sorprendió leer aquella historia en la que con cierto disimulo cuento sin reparos, excepto cambiando los nombres, la importancia que tuvo para mí aquel encuentro con Cala, de quien tanto aprendí, no obstante me pareció tan mal escrito que no me apeteció seguir, casi me avergoncé de haber publicado algo tan simple y tan poco trabajado.
Hasta en mi escritura he cambiado, no es que me haya vuelto barroca, pero por lo menos ahora soy capaz de hacer frases subordinadas y aunque sigo sin dar demasiados detalles y sin explayarme, puedo leer mis textos sin aburrirme demasiado.
Me quedé pensando en Cala y en lo bien que me lo pasaba con ella, llegó un momento en que prefería estar con ella que con mi marido y eso fue bueno, porque yo estaba demasiado entregada a mi papel de esposa y gracias a experimentar que podía divertirme sin estar con Carlos Artiach, pude separarme cuando llegó el momento sin que me causara ningún trauma, sino todo lo contrario, una gran liberación.














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