jueves, 3 de enero de 2019

DOS MIL QUINIENTOS NOVENTA Y CINCO







Margaret Atwood ofrece una clase magistral de Escritura en internet, a través de la cual insiste en que la única forma de aprender a escribir es escribiendo.
Otros escritores buenos pregonan la importancia de leer.
Yo escucho todos los consejos que dan los escritores, algunos me sirven si puedo identificarme con ellos y otros ni siquiera traspasan mi cuerpo etérico.
Algo así sucedió el último día que tuve mi clase habitual con Íñigo Larroque, en la que se empeñó en asegurar que la escritura frontal no resulta elegante, cantando las glorias de conseguir que las cosas importantes subyazcan de manera no explícita.
Yo no aceptaba esa teoría por varias razones, la primera y más importante, porque no me gusta tener que rebuscar el significado oculto en un texto que casi seguro que me ha aburrido y la segunda, tan relevante como la primera, es que soy una persona eminentemente práctica, que intenta resolver los asuntos sin darles vueltas, me gusta la línea recta.
No tengo tiempo para florituras, no me interesan, ya sé que en ámbitos muy educados se habla con símbolos y metáforas, pero yo no quiero ser bien educada, solo quiero disfrutar de cada momento de mi vida con toda la intensidad posible y a poder ser, sintiendo más que pensando
Ese debate con mi profesor, me hizo dar algunas vueltas mentales acerca de lo que se precisa para escribir y llegué a la conclusión de que lo fundamental, además de una necesidad perentoria que es casi una pasión, es tiempo.

Con el tiempo y el amor a la palabra hablada y escrita, se consigue descifrar por qué los buenos escritores convierten sus textos en Literatura.







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