lunes, 8 de octubre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS VEINTINUEVE







Hay un lugar en la playa de Gorliz que tiene aspecto destartalado e incluso he llegado a pensar que lo habían cerrado.
Nada más lejos de la realidad.

Ayer me llamó un amigo de San Sebastián, para preguntarme si me venía bien que viniera a visitarme e invitarme a comer.
Me pareció una idea excelente así que quedamos en el parking de Artea como de costumbre.

En esos casos soy yo quien se ocupa de escoger lugar y reservar mesa.
Eso no supone un gran trabajo para mi, me gusta estar informada.
Revisé varios restaurantes que todavía no conozco pero nada me convencía.
Me hubiera apetecido el Mugarra pero cierra los fines de semana.

De repente, cuando ya estaba a punto de llamar a Mikel Bengoa donde comí con Mattin hace poco y me encantó, se me encendió una lucecita y recordé que hace tiempo, cuando volví de mi estancia en Los Ángeles, tenía un afán desmesurado por comer lo que ofrecía el país de los vascos, por lo que un día cualquiera, me fui yo solita al Hodartxarpe.
Alguien me había dicho que sus pescados a la brasa eran inmejorables.
Efectivamente.
Solo recordaba que tomé un pescado y salí encantada.

Lo busqué en internet y todo estaba en orden.
Reservé una mesa y allí nos presentamos Josean y yo.
El lugar estaba precioso y el tiempo no muy agradable, viento, sirimiri y una galerna desatada de las que las olas rompen en los muelles con toda su fuerza.
El Hodartxarpe por fuera estaba como siempre.
Pintado de un azul marino con aspecto desconchado y no se veía ni un alma.
No obstante por dentro todo estaba impecable.
Parecía que estábamos en una película.
Un comedor encantador, muy cuidado, una orquídea en cada mesa y rodeado de ventanales desde los que se divisaba la mar, mi querido Cantábrico, cual Orlando furioso en todo su esplendor.

Comimos quiquillón y almejas como entrantes y una mojarra recién pescada que nos supo a gloria.
Ambos salimos con ganas de repetir.








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