sábado, 13 de octubre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS TREINTA Y DOS








La primera vez que estuve en Méjico me costó adaptarme al ambiente.
A pesar de que para entonces había viajado bastante, no fue suficiente como para que no me sorprendiera la cultura mejicana.
Hasta tal punto no supe comportarme, que me llamaron la atención porque me puso nerviosa ya 
que los mejicanos se toman la vida muy despacito y en aquella época, yo era joven y tenía mucha prisa.
Aprendí la lección.
A partir de ese día me tranquilicé y traté de integrarme en esa cultura especial y surrealista.
Bretón, fundador del surrealismo, no dudó en proclamar a Méjico como “el país más surrealista del mundo”.

Quedó tan deslumbrado por la artesanía local que quiso encargar una mesa a un carpintero, para lo cual dibujó una boceto con la perspectiva adecuada.

Pocos días después de haber entregado su boceto, Bretón recibió una mesa exquisitamente manufacturada y con un acabado perfecto.
La única pega era que el carpintero mejicano había seguido fielmente las medidas del boceto, sin tener en cuenta que era una mesa en perspectiva por lo que en vez de una mesa, su trabajo resultó un cuerpo amorfo, una abstracción mobiliaria.

Más tarde, Salvador Dalí estuvo en Méjico, respaldó a Bretón y advirtió que jamás regresaría a un país que era más surrealista que sus propias obras.


A pesar de que yo me considero más afín al dadaísmo, reconozco que al cabo de unos días empecé a encontrarme a gusto y al final, casi me costó tener que dejar un país que parecía que ponía patas arriba el mundo que yo conocía.








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