martes, 30 de octubre de 2018

DOS MIL QUINIENTOS CUARENTA Y UNO







La idea de escribir un diario no fue algo repentino, como tampoco lo fue la idea de cambiar la actividad de pintar por la de escribir, a pesar de que hacía tiempo que la pintura me había decepcionado.
O tal vez fue mi incapacidad para hacerme un hueco en un mundo al que nunca pertenecí.
Todavía no sé si mi trabajo no valía o si mi fracaso fue debido a mi incapacidad comercial. 

Ahora lo que importa es mi escritura y mi acercamiento a ella.
No pretendo gran cosa. 
Me conformo con aprender a apreciar los buenos libros y aprender con ellos.
Aunque quisiera, es obvio que no tengo tiempo para cultivarme como lo hacen los escritores de verdad, leyendo a los clásicos, enriqueciendo su vocabulario y todos los demás requisitos que se necesitan para hacer literatura.
Ni siquiera sé lo que significa escribir bien.

Desde que empecé a tomar clases de Escritura con Iñigo Larroque, he dado pasos importantes.
Empecé escribiendo relatos cortos como la mayoría de los que acudíamos al taller.
No obstante pronto sentí la necesidad de tener un proyecto concreto, algo que exigiera continuidad, es decir, una novela.
Escribí dos y no me quedé demasiado satisfecha, pero me sirvieron para darme cuenta de que lo que de verdad me interesaba era un diario, en el que pudiera hablar de lo que sé sin necesidad de utilizar la imaginación, sino el conocimiento.
Así que el día diez y nueve de julio del año dos mil diez y seis comencé este diario, a través del cual aprendo a separar el grano de la paja y a poner orden en una vida vivida a toda prisa, como si me persiguiera el miedo a no aprovecharla al máximo.

Ahora no tengo prisa.
Mi planteamiento vital requiere una calma que considero necesaria para disfrutar de la vida y para pensar en las consecuencias de mis acciones. 









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