lunes, 27 de agosto de 2018

DOS MIL TRESCIENTOS OCHO







Me casé una vez y me di cuenta de que no tenía vocación de casada, ni de ama de casa y es muy probable que tampoco de madre, porque cuando nació Beatriz me pegué un susto morrocotudo y decidí, desde lo más profundo de mi corazón que no volvería a traer hijos a este mundo.

Más tarde, el destino cumplió su deber y mis alegres ilusiones de artista independiente y libre quedaron relegadas, no al olvido sino a un segundo lugar al que dediqué menos atención.
Nunca permití que ocuparan el primer plano de mi existencia.
Los hijos ocuparon siempre un espacio que les concedí gustosa.
Algo había cambiado en mi.


Ha pasado el tiempo y ahora mando yo.
Vivo a gusto con mi organización actual.
Me gusta ver a mis hijos, tenerles cerca, ocuparme de ellos y ser consciente de que es algo excepcional que podamos convivir los tres sin problemas, como personas mayores, responsables y sin obligaciones.
Yo soy la que dirige la nave y ellos van y vienen.
Cada uno se ocupa de su alimentación.
Con Jaime hablo bastante, a ambos nos gusta charlar.
Beatriz se hace la muda.
A veces me dice que tiene miedo de que publique en Facebook lo que podría contarme.
Yo creo que más bien reserva para la calle su simpatía.
En casa se calla.

Y cuando vienen los berlineses yo me adapto a ellos, les dejo mi coche, cocino, comemos y cenamos en familia y hablamos de todo.

Mattin es muy consciente de sus obligaciones como padre y cabeza de familia.
No tiene una vida fácil, pero es tan tranquilo que tener que hablar en alemán, ser artista y vivir con dos suecas, le parece encantador.

Yo no me quejo.

Acepto la vida como viene.






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