martes, 28 de agosto de 2018

DOS MIL TRESCIENTOS NUEVE








Entre mis aficiones, una a la que dedico mucha atención y me devuelve el ciento por uno, es la jardinería.
Se trata de las plantas que tengo en la pequeña terraza a la que da el sol por las mañanas.
No caben muchas, pero las que tengo están preciosas.
A veces no me queda más remedio que cambiar los tiestos grandes por otros más pequeños, ya que crecen demasiado.
No tengo una mano especial ni tampoco conocimientos, pero pongo tanto interés que las plantas lo agradecen.
A veces las riego demasiado y eso no es bueno.

Hice voluntariado de jardinería en Malibu y terminé siendo la encargada de las rosas.
Por lo menos conseguí quitarles el pulgón, lo que no resultó fácil porque en aquel jardín solo se usaban productos orgánicos.
Yo soy más bien bruta y a escondidas, llevé un spray que acabó con esos bichos en menos que canta un gallo.
También soy muy dada a cortar todo lo que está feo y entre mis poco ortodoxos métodos y el clima de California, conseguí sanearlas, era evidente.

También hice voluntariado como jardinera en Amaroo, Australia.
Lo que yo hacía se llamaba beautification y eso era un trabajo duro que consistía en cambiar la estructura del terreno.
En aquella época yo me encontraba fuerte y lo hice a gusto.
Tuve la fortuna de que no me saliera ninguna serpiente ni culebra, porque en el pequeño taller que nos hicieron antes de empezar a trabajar, nos advirtieron que las serpientes australianas, cuando pican, matan.

En Malibu tuve un percance con una cascabel que me sacaba la lengua y yo me mantuve quieta, muerta de miedo, hasta que llegó el encargado de esos asuntos con un cubo y se lo puso encima, inmovilizándola.

No soy persona de campo.
Soy marinera.
No me gusta vivir con miedo a los animales.

No me importa que me salga un canguro, un koala o un wallaby escondido detrás de un árbol, pero de ahí a las serpientes, culebras o escorpiones, hay un gran trecho.

Cuando era pequeña veraneaba en Santurce con mis padres y hermanos y teníamos un barco, el Alín II, en el que navegábamos y a veces mi padre nos dejaba bañarnos en alta mar.
Para mi, aquello era algo extraordinario, no tenía miedo a los peces aunque viera alguno saltando en la distancia.
Sin embargo, hoy en día que he estado en playas salvajes australianas en donde cuentan historias de tiburones, no me atrevería ni siquiera a bañarme en el Abra.










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