jueves, 9 de marzo de 2017

DOSCIENTOS DIEZ







Ayer estuve escuchando la Patética de Beethoven, opus 13 y recordé con emoción que cuando yo era pequeña y vivía en Mazarredo con mis padres y hermanos, mi padre tocaba el piano, y esa pieza a mi siempre me conmovía de una manera especial.
Ayer comprendí, una vez más, que la música eleva el espíritu y ayuda a experimentar lo divino que hay en nosotros.
Comprendo que la voz es el supremo instrumento, no obstante el sonido del piano toca las zonas más íntimas de mi sensibilidad.
Daniel Baremboim tocaba la Patética con gran virtuosismo, imposible negarlo, mas me dejó fría.
Tal vez, siendo yo tan maniática, al ver cómo enfocaban sus dedos excesivamente gorditos, perdí el entusiasmo.
Luego anduve buscando otras versiones pero no conseguía ver los dedos de los pianistas, así que aunque la de Sviatoslav Richter me emocionó más que la de Baremboim, no me quedé satisfecha.
Tendré que pedir consejo a algún amigo entendido en Beethoven.

Echo de menos a mi padre.
Acepto su ausencia como acepto, antes o después y por la cuenta que me tiene, todo lo que la vida me trae, lo cual no quita que en algunos momentos me deje llevar por la melancolía y apoyándome en el poliedro de Durero, me uno a sus dioses en santa comunión.



Hablé con María Seco sobre la importancia de “matar al padre” de lo que hablaba Freud y siguen hablando los artistas y los terapeutas y los que buscan la libertad.
Luego yo me quedé pensando, que a lo mejor lo que yo necesito es “matar al hijo” ya que si se trata de no tener apegos, los míos más enconados son los que tengo hacía mis hijos.
Menos mal que tengo tan claro que mi felicidad depende exclusivamente de mi, que solo pongo los huevos en mi propia canasta.
Cuando me casé, en mi ignorancia, puse todos mis huevos en el matrimonio y me salió el tiro por la culata.
Además de otras cosas, sobre todo aprendí a conocerme, que es lo más importante y me di cuenta de que soy una persona independiente, que necesito sentirme libre en todo momento y que no quiero, ni por lo más remoto, tener la posibilidad de echar la culpa a alguien o a algo de mis desgracias.
No creo en la culpa sino en la responsabilidad y como ser humano, sé que me equivoco y que el truco del almendruco no es flagelarme, sino aprender de mis errores y hacerlo encantada porque de aprender se trata.


Ya para relajarme antes de retirarme, escuché al bilbaíno Joaquín Achúcarro tocando con elegancia a Chopin:
Nocturno en E-flat Op.9 no.2.

Hace años conocí a un entendido de las BBAA, sobre todo musicales y charlábamos sobre nuestros gustos.
Sabiendo que él era un connoisseur, me daba un poco de vergüenza decirle que Chopin me encantaba y me contestó con alegría:

No me extraña, por algo le llaman El Piano.


¡Caramba! me dije satisfecha, no soy tan vulgar como pensaba.




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