sábado, 14 de octubre de 2017

MIL VEINTIOCHO








Mi madre murió con noventa y nueve años.
Siempre le había gustado viajar, sobre todo cuando vivía mi padre, a quien también le gustaba hacerlo.
Los últimos años los pasó sentada en una butaca de esas ortopédicas, que le compramos cuando se rompió la pierna.
Ella iba tan tranquila por el paso de cebra, pero al conductor le cegó el sol y no la vio.
Le afectó tanto que le cambió la vida.
Hasta entonces se encontraba estupendamente, salía sola a todas partes, conducía e incluso iba de viaje a lugares cercanos.
Al sentarse en la butaca se encontró tan a gusto que decidió quedarse ahí.
Hacía punto, veía la televisión y recibía visitas de hijos, nietos y biznietos.
No se quejaba.
Al contrario, era la que nos mantenía a toda la familia informados de las novedades.
Éramos tantos, que solo ella tenía la cabeza clara para acordarse de todos.

Yo solía ir los domingos por la mañana y allí no solo me encontraba con algunos niños que me encantaban, sino que también ella me ponía al día de los acontecimientos familiares.
Con gran entusiasmo y como si hubiera hecho un viaje, me hablaba con toda clase de detalles de los documentales que había visto sobre lugares maravillosos.
Tenía la cabeza clara, solo se repetía, lo cual es bastante habitual incluso en personas jóvenes.
Lo sé por mí misma y por mis amigas.

He recordado esta anécdota de mi madre, porque los sábados por la mañana suele haber un programa en la Cuatro, en el que hay películas sobre ciudades interesantes y justo hoy he podido ver Venecia en todo su esplendor.

Nunca he estado en Venecia.
Parece mentira que con todo lo que he viajado, nunca me haya llegado la hora de visitar ese lugar que probablemente me causaría un Stendhal, como lo sentí cuando vi la película Muerte en Venecia y me dejó tan impresionada, que no pude hablar hasta el día siguiente.
Despertó en mi algo que había tenido escondido y que desconocía que los demás también lo tuvieran.
Es el éxtasis ante la belleza en todas sus manifestaciones.
Desde entonces he sabido que poseo ese don de apreciación, que me hace disfrutar de la belleza en cualquier situación.
Es cuestión de entregarse sin prejuicios.

















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