jueves, 26 de octubre de 2017

MIL CUARENTA Y UNO








Hay libros que por más que lo he intentado, no he conseguido leerlos.
No me refiero a libros que me aburrieran, esos los dejo sin ningún problema.
Hablo de esos libros que tienen fama de ser extraordinarios, pero yo no he sido capaz de darles la oportunidad, de abrirles las puertas de mi corazón y a sabiendas de que necesitaba poner mi esfuerzo, no tuve el valor de hacerlo.

Ahora, por ejemplo, creo que estoy más tranquila y he empezado con La Ilíada de Homero.
De momento, a pesar de que no consigo memorizar todos los personajes, me está interesando.
Me complace ver cómo los griegos son capaces de mezclar a los dioses con los humanos.
No dejo de pensar en que tal vez el hecho de que Homero fuera ciego, acrecentaría su imaginación.

Oteiza me aconsejó que era necesario, casi obligatorio, leer a los griegos.

Hace tiempo, me interesó la escuela de Pitágoras y aprendí cosas que todavía recuerdo.
Todo se trata de ser mejor, de madurar, fomentar la voluntad.
En ese sentido, poco ha cambiado.

Hay libros de otro género que tampoco fui capaz de leerlos, por ejemplo el Ulises de Joyce y eso que lo intenté varias veces, en épocas de mi vida en las que leía todos los días con verdadero interés.

Considero que tener entre manos un buen libro, es uno de los placeres que otorga la vida a quienes estamos ávidos de conocimiento.
A veces, según mi estado de ánimo, por ejemplo para un viaje, prefiero algo ligero, me conformo con que me entretenga.
En cambio, si estoy en mi casa, elijo la lectura de ensayos, aunque me cueste más y lea menos, me satisface la idea de aprender algo en lo que no había reparado.

Y algo que me complace enormemente, es poder hablar con una persona que está leyendo el mismo libro que yo y comentarlo.















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