miércoles, 31 de agosto de 2016

TREINTA









Ayer comprobé que lo mejor del mundo es estar en una playa del Cantábrico que no tenga olas, para poder nadar a placer y que el sol caliente mi cuerpo al salir del agua.

¡Disfruté tanto!
Había olvidado el placer de sentir el salitre en mi piel.
Comprendo que me daba miedo ir a la playa y con razón porque es fuerte, hay que estar en buena forma y yo todavía estoy convaleciente.
Llegué a casa tan cansada que me metí en la cama, después de la maravillosa ducha de agua dulce.
Fuimos a comer a la Cervecera de Gorliz, que es encantadora.
Parecíamos salvajes lanzándonos a los pollos, a los pimientos verdes, al chorizo a la sidra, la ensalada de la huerta, las patatas frita y yo, la única que bebe alcohol, a la refrescante sangría.
Las mesas están bajo las ramas de los árboles y había un ambiente suave y relajado.

Hoy he empezado mi actividad con una llamada de la editorial para que pongan a mi gusto todo.
Todo significa que ellos se habían tomado la libertad de cambiar los tamaños de algunas palabras 
y los espacios entre los párrafos y eso en varios asuntos a los que ellos no dan importancia, pero yo lo noto en cuanto echo un vistazo.

Por otro lado, lo bueno que tienen es que han leído el libro a conciencia.
Yo había escrito “desperación” y ellos lo han corregido, se han dado cuenta de que era “desesperación”.
Se agradece.

Las faltas de ortografía son molestas, sobretodo cuando las ves sin darte cuenta.
Gracias a que cada vez que tengo una duda la consulto con el ordenador, me voy sintiendo segura en ese terreno tan resbaladizo.
Y digo bien, resbaladizo, porque antes de dedicarme a escribir, me creía que no hacía faltas de ortografía y hasta que no he pedido auxilio y socorro y por favor que me corrijan, estaba pez sin saberlo y no quiero acordarme de todos los errores que cometía.

Gracias a Begoña Zabala Aguirre con quien hice un trato que consistía en decirnos TODO lo que nos veamos, estoy mejorando.





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