lunes, 22 de agosto de 2016

VEINTIUNO









Ayer Carlos me invitó a comer en el Marítimo, que es un club de navegantes y también social.
A través del cristal del comedor, veía la piscina impoluta turquesa, casi vacía, rodeada de hamacas también vacías y más allá los barcos atracados y el Abra.
Un día espléndido y gente que entraba y salía y saludaba.
Los de siempre.
Recordaba mi juventud, vivida sin elección.
Pronto me di cuenta de que la dolce vita no era lo mío.
Me costó mucho salir de esa jaula en la que nací y me convencieron de que no había escapatoria.
O por lo menos eso creía yo.
Poco a poco fui dando pasos hacia el exterior y comprobé que no pasaba nada.
A veces pasaba algo, pero me compensaba.
Todo lo de fuera me parecía más interesante.

Cuando creía que había salido del todo, tropecé y viéndome débil, mi madre trató de que volviera al redil y me hizo socia del Marítimo otra vez.
No lo pude soportar.
Estaba tan cerca del Caracas, que era el bar donde estaban mis colegas, que me escapaba y volví a caer en el lado salvaje del que habla Lou Reed.

Todo eso ya pasó y ayer, a estas alturas de la vida en que tengo más claro lo que quiero y deseo, todavía Carlos me decía que si quería podía volver a ser socia…
Me entraba la risa.
Nada más lejos de mi pensamiento.
Solo quiero hacer la vida que he elegido.
De todo lo que hago ahora, lo único que me gustaría cambiar es la alimentación, porque no me gusta estar gorda.


Mi hermano Fernando sigue en la UCI pero mejora.







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