domingo, 21 de agosto de 2016

VEINTE








Algunos días pasan tantas cosas en el plano emocional, que parece que te clavan flechas como las de san Sebastián y luego, con cuidado, hay que sacarlas poco a poco para que no quede dolorida la herida.
Ayer fue uno de esos días que, estando con dos amigas que ni se enteraron de lo que me acontecía, seguían riendo y charlando mientras yo confirmaba, a través de su hija, la muerte de una amiga muy querida: Dorita Castresana.
Dorita era una maestra de la macrobiótica, cuyo profesor directo y personal fue Michio Kushi.
Ella me enseñó los principios básicos que puse en práctica más tarde en Saint Gaudens, con teorías más afines a George Oshawa, que fue el profesor de Kushi.
Todo en Dorita era amor.

Por circunstancias de la vida, fui a Bercedo a visitar a mi amiga Rosa que vive allí retirada del mundo, en armonía con la naturaleza y consigo misma y fuimos a comer a un restaurante llamado San Francisco, en Medina de Pomar, que es como entrar en la época medieval.
Pregunté por Dorita porque sabía que había huido de Bilbao hace años y se había instalado en la tierra de sus antepasados.
Inmediatamente me dieron razón y busqué a su hija, que regenta una heladería en la plaza del pueblo.
La emoción nos fundió en un gran abrazo y nos despedimos sabiendo que el cariño se mantiene más allá de la muerte.

Mis amigas, mientras tanto, compraban morcillas de Villarcayo.

Tras un paseo viendo un poco de románico encantador y una rueda estropeada en los rústicos caminos, Pizca y yo volvimos a nuestros lares.
Un día completo.

Por otro lado, me cuentan que mi hermano está mucho mejor, fuera de peligro y que hoy le llevan a planta.


Todo sigue su curso.







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