jueves, 8 de junio de 2017

TRESCIENTOS TRES







Ayer conocí a una mujer interesante.
Llevé a Odita al club Martiartu para su clase de natación y de pronto, apareció una chica joven con sus hijos y su marido.
Mientras todos menos ella nadaban, establecí una conversación aparentemente ligera, que terminó en un entendimiento profundo por ambas partes.
Se llama Sandra y es educadora.
A medida que hablábamos de los niños, me fue contando que era partidaria de la educación en la casa.
Ella es la presidenta de la asociación de padres que no llevan a sus hijos al colegio.
Sin embargo, debido a que su marido tiene miedo de los riesgos a los que se expone ese tipo de formación, no lo aprueba, por lo que ella, a su pesar y sabiendo por experiencia que los resultados son óptimos, tiene que conformarse con acatar lo que dice el padre de los niños.
Lo hace por dos razones:
La primera, porque se quieren mucho y en todo lo demás se llevan muy bien y la segunda, porque ha visto el pésimo resultado de las parejas que se rompen por ese motivo.
Así que, consciente de que está cediendo en un tema tan importante y sabiendo a ciencia cierta que los niños que estudian en casa son más felices y se conocen mejor, acepta su situación con la esperanza de que algún día, su marido se dará cuenta de que la realidad es diferente de lo que él piensa.
Tienen un niño de dos años que no va al colegio, que siempre está con ella y mantiene la esperanza de poder llevar a cabo con él, lo que de momento no puede hacer con las niñas.
El gobierno del país vasco cada vez están más interesados en este sistema y proporcionan más facilidades.

He estado investigando en internet y he comprobado que en Harvard, por ejemplo, se rifan a los niños educados en casa.
Son más autónomos, tienen más facilidad para relacionarse con los demás, y saben para qué tienen talento.
Además, el nivel académico es más alto.

Personalmente, he tenido experiencia con mis hijos pequeños, casi sin saber lo que hacía.
Mi hijo Carlos, que murió ahogado antes de cumplir siete años, era muy especial.
Sensible, valiente, y con gran curiosidad por los temas que le interesaban.
No obstante, un día me dijo que no quería ir al colegio, porque en el autobús los niños se pegaban y gritaban y le resultaba muy desagradable.
Así que decidí que se quedara en casa conmigo y a su padre le dije que estaba enfermo.
Le enseñé a leer y escribir, lo aprendió sin esfuerzo.
Cuando murió, me quedé contenta de haberle hecho feliz en lo que estaba en mi mano.

Nueve meses después nació Mattin y con él ya tenía muy claro que lo más importante era que fuera dichoso, así que desde el principio le mimé y él correspondió a mi amor con un carácter encantador.
Para entonces yo ya estaba separada, por lo que su padre poco podía intervenir en su educación.
Sacaba muy malas notas, todo ceros excepto en gimnasia, pero a mi no me importaba porque yo veía que era un niño muy inteligente, que estaba interesado en asuntos que no le enseñaban en el colegio.
A los catorce años leía a Nietzsche, entendía de música y su poder de observación era asombroso.
Así que vino a Los Ángeles conmigo y allí decidió que quería estudiar BBAA en Londres, por lo que hizo la carrera en St. Martins, el master en Goldsmith y el dos de septiembre presentará su doctorado internacional en la UPV.
De momento, ha sido elegido para participar en la documente de Kassel.


La única intervención que realicé en su educación fue la que me dictaba mi intuición.





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