viernes, 30 de junio de 2017

TRESCIENTOS QUINCE







De todo lo que voy aprendiendo a lo largo de la vida, tal vez lo que más me satisface es el placer que siento en la soledad.
No ha sido fácil ni rápido, pero hoy en día, creo que puedo decir sin temor a equivocarme, que la mayoría de mis equivocaciones importantes, fueron debidas al miedo que me producía la idea de sentirme aislada.
Sin embargo ahora me aterra la idea de no poder estar sola.
Durante la etapa de mi matrimonio, me di cuenta de que no me gustaba estar casada y decidí que no volvería a casarme, no quería compartir mi vida con nadie, pero de ahí a mi vida actual hay una gran diferencia.
Pasé por diferentes etapas, casi siempre abierta a la vida social e incluso en pareja.

Poco a poco he ido desechando lo que no me parece necesario y me voy quedando con lo esencial.


Mis hijos mayores y yo vivimos juntos en nuestra casa, lo cual no significa que nuestra convivencia sea al estilo tradicional.
Más bien somos tres personas que nos queremos mucho, nos conocemos, nos llevamos bien y cada uno tiene su independencia.
A veces nos encontramos o simplemente cada uno se mete en su cuarto.
Se podría considerar como una residencia.

Tenemos una especie de compromiso tácito por el que no traemos gente a casa, eso hace que siempre nos sintamos cómodos.
Vivimos en una especie de refugio antinuclear, solamente interrumpido por los timbrazos de los mensajeros que traen los paquetes que hemos pedido por internet.
A nuestra manera, la casa está más o menos ordenada, al entrar se respira un ambiente de paz que reconforta el alma.
No quisiera vivir de otra manera.

Los lunes viene Norma, una mujer boliviana muy dulce y educada, que desde hace muchos años limpia la casa, plancha la ropa y a veces hasta nos hace comidas deliciosas.

Personalmente, lo único que pretendo es vivir en paz y tengo la sensación de que mis hijos piensan lo mismo.









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