viernes, 8 de diciembre de 2017

MIL OCHENTA Y UNO








Me resultan difíciles los días que no son ni chicha ni limoná, fiestas en la mitad de la semana que desordenan mi pacífica y rutinaria existencia.
Creo recordar que en Los Ángeles casi no se notaban las fiestas, porque, entre otras cosas, había japoneses, indios, chinos, latinos, armenios y otros, que abrían sus negocios, dando la sensación de que la ciudad seguía viva.

La verdad es que las fiestas me gustan hasta cierto punto.
Me hace muy feliz estar segura de que nadie me va a llamar por teléfono para ofrecerme cambiar de servidor, o algo por el estilo.
También me gusta saber que tengo todo el día para ir al campo, o al Guggenheim y ver las últimas exposiciones.
Suelo aprovechar para hacer fotos con calma, pero si llueve, tengo miedo de resbalarme y caerme.
Menos mal que desde que uso la rodillera, estoy protegida y eso me salva de hacerme algo grave.

Hoy llueve y está el cielo encapotado, como si no tuviera intención de quitarse la boina.
Es el día de la Inmaculada Concepción.
La mayoría de la gente que trabaja, se va fuera para pasar un largo fin de semana.

Yo no me quejo.
A mi me gusta estar en casa, escribir, leer, echar la siesta, ver alguna película o serie, en definitiva, me permito hacer lo que me apetezca, ya tengo una edad en la que no me cobran para entrar en los museos y cuando viajo, me llevan en silla de ruedas hasta el avión, lo cual resulta muy agradable, evito las colas y todos intentan tratarme bien, incluso los policías.
Además, me encanta que una mujer me acaricie tratando de encontrar un arma en mi cuerpo.

A veces viene bien dar pena.
La gente se compadece de mi y me ayuda, me recogen la muleta si se me cae y me preguntan si necesito algo, con verdadero interés.
Yo suelo exagerar mi expresión de dolor, diciendo:

Muchas gracias, pero tengo que esforzarme para recuperarme.

Entonces me miran con admiración y yo casi me siento santa Teresita del Niño Jesús, que era el libro que me leía mi abuelo cuando era pequeña y me animaba para que fuera tan buena como ella.

Mi abuelo tenía fama de ser santo porque iba a misa todos los días y solo leía libros píos, además de la Biblia.

A mi no me parecía santo, porque cundo volví de estar interna en Francia, era verano y me había comprado el primer pantalón de mi vida.
Todavía no era habitual que las mujeres llevasen pantalón.
Un día que yo estaba con mi maravilloso pantalón rojo, me encontré con mi abuelo, fui a darle un beso y al ver cómo iba vestida, hizo un gesto despectivo con la mano, como diciendo que me fuera lejos que no me quería besar.
Tal vez pensó que estaba en pecado mortal, porque en aquella época todo era pecado.
Hoy en día ya no hay pecados.
Las cosas han cambiado.
Se trata más bien de la comida, casi todo es veneno y sienta mal.


Una vez vi cómo una amiga le reñía a su marido, por comer una manzana salvaje que le salió al paso mientras daban una vuelta.








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