jueves, 28 de diciembre de 2017

MIL NOVENTA Y OCHO








Al releer el diario que publiqué ayer, volví a recordar los temas que me han resultado difíciles en relación con mi familia, para la que no debió ser fácil que, de repente, saliera una toxicómana.
Las drogas empezaban a llegar a Bilbao y no se sabía nada de ese mundo tan especial y desconocido.

No es que todos mis hermanos hubieran sido perfectos, por el contrario, tanto Carlos como Fernando habían hecho travesuras y Jose Manuel, el pequeño, también, aunque algunas fueron legendarias, no asustaban tanto.
Me refiero a Fernando, cuando mi madre le dio las llaves de su coche para que subiera las verduras que había traído de Santurce y le apeteció dar una vuelta, que terminó chocando contra tres coches.
O Jose, una noche que había bebido demasiado, al no encontrar su automóvil, se montó en un autobús que estaba vacío, y lo condujo hasta su casa de las Arenas, tras darse un paseo por la localidad.
Su aventura salió publicada en una página entera de El Correo.
Se titulaba:

La gamberrada del año.



Lo de las drogas era un terreno diferente, todavía no se sabía hasta donde se podía llegar.

Estando ya separada, en algún momento de la existencia, me llamó mi hermano Gabriel para invitarme a comer.
Acepté encantada y fuimos a un restaurante que estaba en la Gran Vía, cuyo nombre no recuerdo pero sí, la excelente merluza frita que comí.
Charlamos tranquilamente de cosas superficiales, más que nada se notaba que él quería saber qué tal me encontraba.
Siempre se ha ocupado de mi, a pesar de que tiene diez hijos y muchos nietos.

No me acuerdo cómo estaba yo.
En mi época de drogas, oscilaba mucho.
A veces intentaba dejarlo, pero recaía.
Era una constante: caer y levantarme.
Un aburrimiento que no se lo deseo a nadie.

Lo único que recuerdo de aquella comida además de lo que ya he escrito, es que en un momento dado, después de haberme preguntado por mis hijos, me dijo:

Es un milagro que tus hijos hayan salido tan estupendos.

Me sorprendió que dijera eso.
Yo había hecho todo lo que había sido capaz para ocuparme de mis hijos, les había dado todo mi amor y trataba de estar siempre en casa.
Lo hice lo mejor que pude.

Tenía tan poca vocación de madre, esposa, y ama de casa, que gracias a la tranquilidad que me proporcionaba el hachis, fui capaz de ocuparme de unos asuntos para los que no tenía vocación.

He pensado muchas veces en esa frase y la única conclusión a la que llego, es que todo es un milagro.

Veo tantos padres que ponen todo el interés del mundo en educar a sus hijos, a los que dedican sus vidas y cada uno sale como Dios le da a entender.


Yo doy muchas gracias al cielo porque es verdad es que mis hijos han salido espabilados, no les ha quedado más remedio, ya que su madre les ha dado una libertad extraordinaria y la han aprovechado en el mejor sentido.





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