sábado, 26 de septiembre de 2015

Una difícil manera de vivir












Aunque parezca poco creíble, en los años setenta ser toxicómano estaba bien considerado, se respetaba a los que lo hacían, sobretodo a los que estaban metidos hasta el cuello.
En aquella época todos habíamos ido a Amsterdam y habíamos comprado y fumado hachis en el Purgatorio, antigua iglesia convertida en un espacio muy divertido, donde se podía hacer de todo impunemente.
Poco a poco esas modas se fueron acercando a Biarritz.
Y de Biarritz a Bilbao solo hay un salto, por lo que llegó un momento en que casi no hacía falta salir de casa para proveerse de todo lo necesario.
En mayor o menor medida todos nos íbamos conociendo y sabíamos quien era de fiar, quién sabía a quién dirigirse y donde podíamos resolver nuestros problemas.
De vez en cuando no enterábamos de alguien cercano que estaba ingresado en Zamudio o en Elizondo, pero a mi eso todavía me parecía algo lejano.
Con más precaución llegaba a mis oídos que alguien había muerto de sobredosis, e incluso de un material envenenado.
En aquellas ocasiones me entraba una especie de pánico difícil de superar, que me mantenía alejada del asunto un par de días, pero en cuanto llegaba el síndrome de abstinencia, me prometía a mi misma tomarlo con calma, para poco a poco ir bajando la dosis y tal y cual y así hasta el chute siguiente.
El autoengaño era imprescindible.
Toda mi vida era un engaño permanente.
Lo hablábamos entre nosotros y nos tranquilizábamos mutuamente.

Me hablaron de un médico que estaba casado con una chica a la que conocía, que también se pinchaba.
En aquella época, todavía no me pinchaba.
No quería aprender.
Pensaba que si me lo ponía difícil, tardaría más.
Supongo que comprender la mentalidad de un toxicómano, para una persona que no haya estado metida en drogas puede resultar escabroso, porque está supeditada a una lógica muy particular.

Un día caí en una casa donde estaba ese doctor y me pinchó muy bien.
No era la primera vez que me pinchaban, pero aquella vez se me quedó grabado, porque no era un yonqui de la calle sino una persona que ejercía una carrera y que tenía responsabilidades importantes.
Siempre me ha parecido muy difícil llevar doble vida.
De hecho, yo lo había intentado y no fui capaz de mantenerla mucho tiempo.
Llegó un momento en que aprendí a pincharme e incluso tuve que pinchar a los que venían detrás de mí y que como yo, lo habían ido dejando para más adelante.
Fumar un porro es muy fácil, quién más y quién menos, todo el mundo ha fumado un cigarro alguna vez y además, si en la primera calada empiezas a toser y notas cierto mareo, lo dejas y ahí termina el intento.
Luego, cuando has probado alguna hierba fuerte o hachís paquistaní, vas perdiendo el miedo, sabes que es llevadero.
Tomar ácido lisérgico es más difícil, porque ya se sabe que la psicodelia no se controla, pero cuando eres curiosa y te apetece probar de todo, la idea de viajar es codiciosa.
Si en el primer viaje tienes suerte y has visto maravillas, quieres más de lo mismo, que en el fondo siempre es distinto porque nunca se sabe por dónde te va a llevar el viaje.
Respecto a la heroína, esnifar tampoco es difícil.
Ya se sabe que vomitarás un poco, pero te quedarás muy a gusto, no necesitarás nada, solo sentirás placer, ya no tendrás necesidad de experimentar con las drogas como decía Henri Michaux, te limitarás a gozar de un estado de placer beatífico, que hará que te sientas en el cielo.

Meterse el acero en la vena son palabras mayores.
Llegar a hacer eso lleva un tiempo.
Se van superando los obstáculos.
He conocido a gente que ha entrado directamente ahí.
Generalmente eran chicas, muy pocas, que se había echado un novio que se lo había puesto tan fácil, que habían sido incapaces de decir que no y para cuando se habían dado cuenta, ya estaban demasiado pilladas.

Cuando había pasado el tiempo y yo ya sabía pincharme solita y organizarme la vida me contaron lo siguiente:

Aquel doctor que me había metido uno de los primeros chutes, había aparecido muerto por sobredosis en el hotel Carlton de Bilbao.
Parece ser que lo tenía todo muy bien pensado.
Reservó una habitación, se instaló con mucha heroína, bien surtido de jeringas y eligió una apacible manera de desaparecer.
Parece ser que fue incapaz de superar el estrés que le produjo la doble vida.
Demasiadas responsabilidades al mismo tiempo.
A pesar de que a esas alturas de la vida ya estaba bastante curada de espanto, la muerte del doctor me impresionó, ya que conocía a sus hermanos, a su mujer, a sus hijos…
Me fui a San Sebastián para hacerme una cura de la que me habían hablado.
Consistía en pincharse algo que sustituía a la heroína. 
Tenía que pincharme cada dos o tres horas.
Día y noche.
Lo intenté pero no conseguí nada.
En cuanto se pasó el efecto de lo que fuera aquello que me dio el de San Sebastián, volví a las andadas.
La vida del yonqui es muy dura.
No tiene descanso.



No hay comentarios:

Publicar un comentario