domingo, 6 de septiembre de 2015

Encuentros con la macrobiótica












Hace muchos años, muchísimos, más de cuarenta, oí hablar de macrobiótica a Pizca Rivière, amiga íntima que a menudo me invitaba a comer a su casa.
Pizca era una gran pionera, tenía la capacidad de enterarse de las cosas interesantes antes que los demás y en aquella ocasión me sorprendió con un menú muy diferente al habitual a base de arroz integral, seitán, tofu y azukis.
Se guiaba por un libro al que consideraba su tesoro.
Fui un interés repentino que subió como un globo y se desinfló enseguida al no encontrar eco.
Años después conocí a Dorita Castresana que tenía una tienda de productos macrobióticos en Algorta.
Había estudiado en Alemania y sabía tanto de macrobiótica que los clientes que seguían sus consejos se curaban de todos los males.
Me hice muy amiga de Dorita y solíamos movernos bastante por el país vasco para ir a eventos en los que ponían videos de las conferencias de Prem Rawat.
En los viajes en coche me hablaba constantemente de la macrobiótica y de la importancia de equilibrar el yin y el yang.
Le escuchaba interesada pero no lo ponía en práctica.
Cuando me rompí la pierna por segunda vez y a pesar de la múltiples operaciones no conseguía que se soldara, decidí tomar las riendas de mi salud empezando por cambiar la alimentación.
Me fui al centro macrobiótico Cuisine et Sante, en Saint Gaudens, que está considerado como el mejor de Europa.
Pasé diez días que es el tiempo que recomiendan para que se cambie el PH de la sangre, aprendiendo la teoría y la práctica de la macrobiótica, leyendo los libros de Ohsawa y asistiendo a las conferencia impartidas por el director.
No solo me cambió el PH de la sangre sino que también cambió una parte importante de mi vida.
Experimenté que la alimentación influye en casi todo lo demás.
A medida que iba practicando la macrobiótica me iba encontrando mejor y mis ideas se aclaraban.
Mi fuerza de voluntad se acrecentaba y el bienestar que sentía me impulsaba a seguir en esa línea que no tiene nada que ver con lo que ofrece el mundo que me rodea.
Hasta tal punto mejoraba mi salud que le dije al cirujano que me estaba esperando para operarme  de la rodilla, que ya no necesitaba pasar por el quirófano porque había dejado de dolerme.
Dejé de ir a bares y de comer fuera de casa.
Dejé de pintar y me inscribí en un curso de escritura.

Y así se desarrollaba mi existencia, basada en la macrobiótica en plan radical hasta que en un viaje a Barcelona decidí dedicarme a disfrutar de la cocina catalana.
¡Craso error!
Se desplazó el eje que me mantenía centrada.
Al volver a casa no conseguía apartar de mi cabeza los placeres de la comida convencional y me dejé llevar por la tentación y ese despiste creció y me di cuenta de que me había apartado de lo que para mi resultaba tan saludable.

Antes de que las cosas se pusieran peor, recapacite y recordé que existía Saint Gaudens y ni corta ni perezosa volví a Saint Gaudens en donde sentí que había vuelto al hogar.
En minutos mi malestar desapareció.
Recuperé la sensación cálida que se deriva de la práctica de la macrobiótica.
Es como si todo mi cuerpo agradeciera el trato que le doy y lo demuestra.
Todo empieza a funcionar con extrema facilidad en conexión con la naturaleza.

Desde entonces mi alimentación es macrobiótica.
Ocasionalmente me salgo pero vuelvo rápido al orden porque ya me he acostumbrado a que mi cuerpo no tenga que hacer un esfuerzo extra para asimilar los alimentos que no le convienen.

He simplificado mi vida y aunque sé que no es la panacea, he resuelto un apartado de mi vida en el que me encontraba perdida.

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