martes, 25 de agosto de 2015

Conversaciones con mi madre











Ya estaba a punto de terminar PH y me encontraba muy sana, fuerte y encantada de la vida.
Fui a visitar a mi madre y mantuvimos una conversación en la que le comenté lo bien que estaba y las ganas que tenía de volver a casa, ocuparme de mis hijos y vivir con normalidad.
Me escuchó concentrada en su punto como de costumbre, me miró con una expresión de desconfianza y sentenció:

Tu nunca te vas a curar, Blanca, porque no quieres curarte.

Me extrañó que dijera eso estando yo tan positiva y teniendo tan claro lo que deseaba hacer, así que repliqué:

Los demás se curan, no sé por qué yo no voy a curarme.

Inmediatamente, como si ya tuviera pensada la respuesta, exclamó:

Los demás serán más dóciles.

Me callé.
Ese era el tipo de ánimos que me daba mi madre.
En otra ocasión en la que tuvimos opiniones divergentes, haciendo uso de su genio, exclamó:

Eres ingobernable.

Conservo en mi cabeza algunas de sus frases que permanecen impasibles a pesar del paso del tiempo.
La mas extravagante me la dijo hace muchos años cuando mis padres todavía pasaban los inviernos en Bilbao y yo ni siquiera sabía que existían las drogas:

Cuando las dos estemos muertas y tu estés en el infierno y yo en el cielo, mirarás hacia arriba y me dirás:
¡Que razón tenías mamá!

No me impresionaba demasiado, me hacia gracia que tuviera valor para decir cosas tan poco convencionales, siendo una mujer cuyos valores estaban anclados en la tradición.
En esa época recuerdo que un día, sin venir a cuento, me dijo:

A veces te miro y me pregunto si has perdido el norte.

Yo estaba estudiando BBAA y ella me había comentado que no le parecía “normal” que una mujer casada y con tres hijos fuera a la universidad.
Me recuerda a ciertos pasajes de “Les femmes savantes” de Moliêre que aprendí a recitar de memoria cuando estaba interna en Burdeos.
La verdad es que rara vez me sorprendía porque sabía de antemano lo que ella pensaba sobre la vida, que casi siempre era opuesto a mis ideas, pero reconozco que me llamó la atención lo que me dijo sobre Dios en una ocasión en la que dio por hecho que yo no era creyente.
Le dije que eso no era así, yo creía y creo en Dios firmemente.
Ante una afirmación tan tajante y personal, poco podía decir y sin embargo encontró la manera de tener razón una vez más y consiguió que me quedara muda como de costumbre.
Dijo:

Bueno, pero tu dios es retorcido.

Ella tenía la capacidad de obnubilarme.

Podía haberle respondido que solo hay un Dios verdadero y todo lo que me habían enseñado desde pequeñita pero ante ella mi razón se ofuscaba y terminaba marchándome con las orejas gachas y la sensación de que toda mi vida era una perfecta equivocación.
Gracias a Dios, cuando estaba en mi territorio volvía a conectar con mi mismidad y se disipaban las dudas.

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