sábado, 26 de febrero de 2022

CUATRO MIL QUINIENTOS VEINTIOCHO

 





No me explico el motivo por el que habiendo pasado mi vida en museos, edificios que hasta hace unos años solían estar vacíos, no conociera al historiador y periodista Peio H. Riaño, que ha escrito unos cuantos libros entre los que se encuentra el que estoy leyendo ahora "Las invisibles" que me está descubriendo un mundo en el que no había reparado con la transparencia que me ofrece Peio.

Yo sabía que la carrera, el grado de Bellas Artes que yo estudié, adolecía de profundidad en casi todas las materias, no obstante era tal mi entusiasmo por estar entre caballetes, lienzos y problemas de composición y colorido, que preferí disfrutar de lo que tanto había anhelado y me abstuve de escarbar en las ausencias políticas y feministas que hubieran podido abrirme los ojos.

Todavía vivía en el mundo en que que me habían encajado y no fui capaz de permitir que mi pensamiento diera rienda suelta a los motivos que me impedían sentirme plenamente satisfecha.

Me engañé a mí misma y me dejé llevar por la corriente de la vida que me habían marcado y que sin darme cuenta me estaba haciendo desgraciada.

Algo en mi interior sabía que la pintura era algo más que unas buenas pinceladas.

Callé, me sometí y fallé.

No profundicé en aquello que tanta repercusión tendría después en mi propia vida.

Desperdicié la oportunidad de profundizar en la parte materialista de la pintura.

He recordado algo que algunas veces me viene a la cabeza.

Aconsejada por un artista vasco americano, José María Cundín, intenté incorporarme a la junta directiva del museo de Bellas Artes de Bilbao y dado que en aquella época mantenía un relación amical con Antonio Bilbao Arístegui, que en aquellos tiempos formaba parte de dicha junta y era amigo de Javier Bengoechea, poeta y director del museo a la sazón, lo intenté pero no hubo lugar a ni siquiera plantear mi propuesta ya que los pintores en activo, es decir los que pintan y exponen, tienen prohibido el acceso a la preciada junta directiva, por lo que no me quedó más remedio que irme satisfecha de mi elección ya que ser pintora era la alegría de mi vida y en lo que había soñado desde que a los trece años le pedí a mi padre como regalo de cumpleaños el libro grande de Velázquez que veía en la librería Villar de la Gran Vía de Bilbao y me fascinaba.

Así que siguió mi vida, seguí yendo a los museos y ahora, de repente, cuando menos lo esperaba, me encuentro de frente con el secreto del que nunca me había querido enterar, me lo está descubriendo Peio H. Riaño a través de su libro "Las Invisibles" lo cual agradezco con toda mi alma.






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