viernes, 12 de junio de 2015

El amor a los libros







Los libros me salvan.
En muchas y variadas ocasiones he constatado que un libro me ha salvado.
La primera vez que lo experimenté, no sin asombro, fue siendo muy joven, antes de cumplir los trece años.
Me había invitado una amiga del colegio que veraneaba en Vitoria a pasar unos días en su casa.
Accedí encantada.
Sin embargo, al estar apartada de mi familia y de mi entorno, me dejé invadir por la melancolía y no sabiendo qué hacer para agradarme, se les ocurrió llevarme a la biblioteca municipal.
¡Santo remedio!
Allí, en el silencio y la penumbra, leyendo a los que ya consideraba mis amigos, recobré la alegría y la vitalidad.
A partir de ese momento ya pude disfrutar de los baños en la piscina y de los paseos por el parque de la Florida.
Es un recuerdo que guardo como algo que resultó milagroso pues todos sabemos que la melancolía es un mal difícil de curar y si no, que se lo pregunten a Durero y a todos los que han escrito sobre su famoso poliedro.
Creo que en esa biblioteca experimenté por primera vez el amor hacia los libros que siempre he mantenido.
No solo encuentro placer en los libros sino también compañía y sosiego.
El hecho de tener en mis manos un libro que me interesa me remite a mi misma, me aísla del mundo exterior y me proporciona cobijo.
Otro recuerdo que se me quedó grabado sucedió también estando fuera de mi casa.
Estaba interna en un colegio de Burdeos, sin hablar francés y sin conocer a nadie.
Se me hacía duro y me sentía sola.
Lo aceptaba contenta porque sabía que era la única forma de aprender francés, un idioma que me interesaba sobremanera como vehículo para acceder a la cultura francesa, la cual, desde la primera vez que crucé la frontera, me atrajo de manera irresistible.
Pues bien, antes de ser capaz de expresarme en ese idioma conseguí leerlo.
La literatura francesa me fascinó de tal manera que pasaba las noche leyendo en el cuarto de baño para que no se viera la rendija de luz que podría salir de mi cuarto.
Así, poco a poco fui conociendo a los grandes novelistas, mientras en clase nos enseñaban a recitar a los clásicos.

La mayoría de los escritores tienen sus casas llenas de libros que abarrotan no solo las estanterías sino las mesas, las sillas y a veces hasta los suelos, impidiendo caminar con soltura.
Me impresionó en extremo lo que vi en un reportaje sobre la casa del poeta Luis Alberto de Cuenca en la que tenía libros hasta en el horno.
A veces he estado tan enfrascada en el libro que leía que confundía los personajes de la historia con los de la vida real.
Y lo que es peor, incluso los prefería.
Cuando viajo dedico mas tiempo a la lectura que a eso que llaman hacer turismo que nunca me ha interesado.

Mi manera de acercarme a la lectura desde que estoy inmersa en el mundo digital ha cambiado.
Me interesa mas lo que Montaigne llama “literatura del yo” que las novelas de ficción.
No solo para leer sino también para escribir.

Mi hermano Gabriel me regaló un eBook.
Durante un tiempo he tratado de adaptarme a ese modo de leer pero he tirado la toalla.
Es tan grande el placer que me proporciona tener un libro de papel entre mis dedos que no quiero perdérmelo, así que he vuelto al libro objeto, sedienta.


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