lunes, 18 de febrero de 2019

DOS MIL SETECIENTOS ONCE








He encontrado un amigo en Facebook con el que no puedo comunicarme porque es de Kiev y escribe en alfabeto ruso, que es una variante del cirílico, lo cual significa que no entiendo nada.
Aunque escribiera en alfabeto latino tampoco entendería, pero tal vez me resultara más familiar.
Es un gran artista, me impresiona su trabajo, ha estudiado arte y arquitectura en Kiev.
Publica su propia obra y la de otros artistas que a mi también me interesan.
Intenté comunicarme con él a través del traductor de Google pero no lo conseguí.

Hace tiempo que no me inmiscuyo en idiomas con un alfabeto que desconozco, pero recuerdo que en Tesalónica se me rompió la bisagra de la patilla de las gafas y necesitaba que me la compusieran con urgencia.
Gracias a mi conocimiento del alfabeto griego encontré una óptica y solucioné el problema en minutos.
Óptica viene del griego y hoy en día se dice igual: οπτική.

Recuerdo que mi amiga Cala Ampuero que había estudiado Filosofía en Deusto, conocía el alifato que es como se llama el alfabeto árabe.
Se fue a Marruecos en una furgoneta con un amigo y se perdieron al entrar en el desierto.
No sabían qué hacer, no había nadie por allí, no obstante encontraron un cartel escrito en Árabe, medio borrado por la arena y gracias a Cala, que pudo descifrar el significado, salieron indemnes de una embarazosa situación.

Hace años me interesó el Sánscrito y tras dar unas cuantas vueltas, encontré un jesuita en Deusto que se supone era la única persona en Bilbao experta en ese idioma.
Hablé con él. 
Me enteré de la importancia del Sánscrito porque me dijo que es el padre de todas las lenguas indoeuropeas, excepto el Vasco, el Finlandés, el Húngaro y el Turco.
Más tarde, en Delhi, conocí a un nepalí que se hospedaba en el Ashram de Aurobindo como yo y me contó que hablaba trece idiomas.
Al notar mi sorpresa, confesó que eso no era nada, puesto que sabiendo Sánscrito resulta muy fácil.









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