lunes, 27 de julio de 2015

La playa





Si algo me gustaba cuando era joven y despreocupada era ir a la playa.
Prioridad absoluta.
Además, me encantaban las playas cercanas a mi casa y el Cantábrico me parecía el mar que mejor se adecuaba a mis gustos y necesidades.
Me resultaba fuerte, tonificante y bien salado.
La fuerza de sus olas colmaba todas mis aspiraciones playeras.
El olor del salitre me proporciona un placer completo, como si fuera exactamente lo que necesito.
Me cura.
Pasaba días enteros en la playa, desde muy temprano en la mañana hasta la caída del sol.
Me quemaba, me ponía muy morena y me sentía salvaje, sana y feliz.
Cuando conocí el mítico Caribe la desilusión fue monumental.
La idea de meterme en el agua al amanecer en isla de Mujeres no carecía de encanto pero nada comparado con las olas de mi Cantábrico.
Conocí otros mares, otros océanos y otras playas y a todas les encontraba defectos.
No voy a negar que las sensaciones que me produjeron las playas de la costa este de Australia, en el mismo estado en el que las encontró el teniente James Cook, me transportaron al 
Pleistoceno, pero el temor a bañarme en aguas desconocidas atenuaba el atractivo.

Para pintar sin embargo, me inspiraban más las playas preparadas para los veraneantes.
Me encantan las rayas de los toldos y las sombras que se crean en las lonas y en la arena.
Además, ese encanto que proporciona la certeza de saber que hay personas desnudándose en el interior, añade un misterio que no existe en las playas salvajes.


Para el catálogo de una exposición, escribí:


LA PLAYA


La playa, cualquier playa, el lugar en el que la tierra se junta suavemente con el mar, evoca en mi maravillas: me siento más a gusto en la playa que en un barco mar adentro.

Los símbolos de playa, los toldos, las sombrillas, las toallas etc., sugieren momentos de alegre pasatiempo, placer indolente, aire libre, estados de bienestar que pertenecen a otra dimensión, cambio de ritmo, una conexión con la naturaleza no bucólica sino desdenfadada y estival.

Cuando llega el invierno y se despoja a la playa de sus símbolos ritualistas y se queda desnuda, fría, quieta, sombría y solitaria, es como si hubiéramos pasado del yang al ying y viceversa. Sigue siendo la misma playa y sin embargo ya solo invita al paseo meditativo.

Las rayas azules y blancas provocan una sensación que no corresponde a un tiempo o un espacio concretos; hace muchos años que existían esas rayas en Deauville, Lido, Biarritz, San Sebastián… existen hoy y seguirán existiendo; pasan el tiempo y las modas pero la playa permanece intacta.

En esta serie de cuadros cuyo motivo está tomado de los toldos de Ondarreta he querido recordar la playa en el cálido verano.

Mis playas anteriores miraban las sombras proyectadas en la arena; mis toldos actuales miran al cielo y tratan de captar la brisa marina. 

Vuelan.

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