martes, 6 de octubre de 2015

Un viaje de novios peculiar











Me casé porque quise, a pesar de tener a toda mi familia en contra.
Tenía diez y nueve años, era el primer chico del que me había enamorado y no sabía nada ni del amor ni de la vida.
Lo único que sí sabía a ciencia cierta, es que quería meterme en la cama con él y la única forma de hacerlo en mi circunstancia, era casándome.
No solo mis padres se daban cuenta de que estaba metiendo la pata. 
Yo no era idiota.
Mi intuición buscaba mi atención entre los regalos, las fiestas, el vestido, la peluquera, las joyas, los invitados, los nervios, las felicitaciones y aunque no tenía tiempo para ella, sabía que me quería avisar de que me estaba metiendo en un berenjenal.
La fuerza del destino es poderosa.
Dos días antes de la boda nos enfadamos.
Era demasiado tarde para retroceder.
Mi madre, clarividente, veía que aquello no podía funcionar.
Me dijo sin disimular su enfado y cierto desencanto:

No esperes que te saquemos las castañas del fuego.

Ni le escuché.
Notaba la falta de ilusión en los preparativos de la boda.
No me lo decían con palabras, pero los silencios hablaban.
No dejaron de hacer todo lo que se hacía cuando se casa una hija, siguieron las costumbres, los rituales y los protocolos, pero nada brillaba excepto mi terquedad.
Nos casó el obispo, creo que se llamaba Morcillo.
Había venido alguna vez a comer a nuestra casa y nos daba a besar un anillo muy grande, metido en un dedo de su mano regordeta.
Todo me daba igual, solo tenía una idea fija.
La boda se celebró en San Vicente mártir de Abando, única iglesia de salón en Vizcaya.

Al día siguiente, cuando me desperté en el hostal Landa que es donde pasamos la noche de bodas, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue:

¡Qué disparate he cometido!
¡Cuánto mejor estaba yo dependiendo de mi padre que de éste tío que es tan inútil o más que yo!

Me habían educado de tal manera, que me habían hecho creer que era incapaz de mantenerme por mi misma y que siempre dependería de un hombre.
Quité de un plumazo esos pensamientos oscuros e intenté hacer de tripas corazón.

Si el viaje de bodas es una maravilla para todo el mundo, no sé por qué el mío va a se una excepción.

Y con ese espíritu llegamos a París.
Carlos sabía que me encantaba Francia.
Había reservado una habitación en el hotel Jorge V que tiene mucha fama y es muy caro, pero la verdad es que no tiene gracia para una pareja de recién casados, ya que estaba lleno de americanos ricachones.
Una lástima habiendo tantos hoteles maravillosos en París, pero daba igual, yo estaba contenta.
Sentía cierta tirantez en mi marido y pensaba que era porque no hablaba francés y me necesitaba todo el tiempo para que le tradujera.
Fuimos a cenar a Maxim’s, tomamos faisán, nos tocaron el violín, pero había algo entre nosotros que yo no conseguía relajar a pesar de intentar estar amable.
Pasaron varios días y el asunto no mejoraba.
Parece ser que consumar el matrimonio con una virgen es tarea ardua.

Cuando a mi se me habían quitado las ganas de todo y lo único que me apetecía era volver a Bilbao y empezar la vida cotidiana, el gran hombre consiguió su propósito.

Satisfecha su hombría, mi marido se dedicó a jugar al golf y yo me quedé con una sensación extraña, como de no entender nada de lo que pasaba a mi alrededor, como si desconociera las reglas del juego en el que me tocaba vivir de ahora en adelante.

1 comentario:

  1. me gusta tú estilo, por cierto muy pija tú no? tanto como tozuda, no tenia ni idea cuanto :)

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