martes, 20 de octubre de 2015

Obedecer es amar











Soy obediente pero no por naturaleza, sino por otros motivos.
Mi educación fue tan severa que no me quedó más remedio que aprender a obedecer, de la misma manera que aprendí a ser puntual.
Hay comportamientos que se aprenden y luego se pueden utilizar cuando es necesario.
Se elige el momento desde la libertad.
Obedezco a los médicos porque sería ridículo no hacerlo.
A veces se equivocan y lamento haberles obedecido.
También trato de obedecer a los profesores y aquí viene a colación el tema que me ocupa.
Mi profesor de escritura, que es una persona culta y sensible no tiene por costumbre mandarnos deberes.
A veces hace alguna sugerencia pero no es reiterativo.
Nunca me había sentido condicionada, hasta que en las últimas clases ha insistido en que escribamos un texto basándonos en lo siguiente:

Un hombre está en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa y se suicida.

Nada me puede apetecer menos que hablar de suicidios.
Me obliga a recordar episodios que tengo en la memoria y deseo olvidar.
Sin embargo, algo en la insistencia del profesor, que se da cuenta perfectamente del poco interés que suscita su propuesta y mi afán de obedecer a toda costa, como si en ello dependiera mi futura carrera de escritora, me obliga a recapacitar sobre la posibilidad de hacer un esfuerzo.
Al mismo tiempo, recuerdo sin deleite lo que me sucedió cuando estando interna en el colegio de santa Isabel en Madrid, me hicieron un encargo.
Había sacado matrícula en dibujo y pintura y me trataban como si fuera la artista de la clase.
No me importaba mientras me dejaran hacer las cosas a mi manera.
Pero cuando me dijeron que pintara un árbol de navidad, me negué en rotundo.
Detesto la navidad, los pinos, las luces, las cenas familiares, los adornos de las calles, de las tiendas y de las casas, las invitaciones, las felicitaciones, los regalos, todo excepto el jamón y el cheque que me regalaba mi madre.
Me insistieron tanto que no me quedó más remedio que pintar un repugnante árbol deforme, horroroso, sin gracia, tan feo que incluso la monja que me lo encargó, reconoció que no servía para su propósito.
Otra niña hizo un árbol ideal que satisfizo las expectativas de todo el colegio.
En esa ocasión realicé que solo funciono bien cuando trabajo sin que me presionen, cuando me siento a gusto.

Aún así y a riesgo de contar algo que no tendrá por donde cogerlo, me someto a la tortura de escribir sobre ese individuo que se suicida por haber ganado un millón de euros.


El suicida de Montecarlo



Paco Lasagabaster era un conocido abogado de Bilbao, que de una manera tonta y casi sin darse cuenta, se había convertido en un adicto al juego.
Su bufete, heredado de su padre, seguía activo con los mismos empleados y los mismos clientes. Paco casi no aparecía por allí.
Lo llevaban estupendamente bien los dos hijos varones que tuvo con su primera esposa.
Tanto la madre de sus hijos como la que fuera su secretaria, con quien se había casado cuando su esposa descubrió que mantenía una relación extramatrimonial con ella, le habían dejado por imposible.
Paco no tenía mucho que ofrecer.
Su adicción al juego le impedía vivir con cierta coherencia.
Era lo único que le interesaba.
En un momento de lucidez comenzó una terapia con un psiquiatra especialista en adicciones, pero no fue capaz de seguir sus indicaciones y resentido consigo mismo al verse tan débil, se entregó a la bebida, lo cual no hizo sino aumentar su malestar.
El alcohol le ofuscaba la mente y le hacía sentirse valiente, por lo que a veces tenía golpes de suerte, que no solo le ponían de buen humor, sino que le hacían creer que todo iba viento en popa.
Le gustaba cambiar de casino.
A menudo iba a Biarritz porque tanto en Bilbao como en San Sebastián podía encontrarse con gente que conocía y eso le hacía sentirse incómodo.
El adicto al juego no suele ser sociable.
La adrenalina que produce la espera, hasta que la ruleta para de dar vueltas, es un placer que exige extrema concentración.
En el punto en que se hallaba Paco, no era ganar lo que le impulsaba a jugar, sino la intensidad de la sensación.
Es tan fuerte, que en ese momento conseguía olvidar todos los problemas, los complejos, los sentimientos de culpa, las responsabilidades, la dejadez en que se había convertido su vida y así iba aumentando la necesidad de volver a jugar para no pensar.
En un momento dado parecía que estaba mejor.
No porque dejara de jugar sino de beber.
Conseguía no beber durante el día.
Entraba en un bar y pedía una coca_cola.
Pagaba.
Metía los cambios en una máquina.
Y así comenzó lo que llegó a ser una adicción no tan excitante como la del casino pero mucho más asequible.
Tal vez fue su afición a las máquinas lo que le llevó a hundirse en una miseria anunciada.
Paco había sido un dandi bilbaíno antes de entrar en ese camino de autodestrucción.
Lozano le hacía los trajes a medida, que combinaba con camisas de seda natural en invierno y artificial en verano que le confeccionaban a pares en la camiseta inglesa.
Zapatos de Villarejo y casi siempre corbatas de Hermés que le regalaba su madre como un ritual en cada cumpleaños, desde que terminó la carrera en Deusto.
Mantuvo ese disfraz mientras estuvo yendo a los casinos pero cuando decidió dedicarse a las máquinas, todo eso quedó relegado al olvido.
Solo aparecía por su casa para dormir y en cuanto se despertaba se vestía de cualquier manera, salía corriendo y desayunaba un carajillo en el bar.
Al principio acudía a los bares de siempre, donde le conocían y le atendían con respeto.
A medida que su deterioro se hizo evidente, empezó a sentirse incómodo y procuró frecuentar otro tipo de garitos donde su aspecto no llamaba la atención.
Se encontraba a gusto entre colegas y se le hacía fácil entablar conversación con ellos.
Conoció una realidad social muy diferente a la que estaba acostumbrado.
El trato con los bajos fondos operaba como una tela de araña que todo lo envolvía.
Paco Lasagabaster no era un mafioso.
Desconocía las reglas del juego por lo que se encontraba en una situación de vulnerabilidad sin ni siquiera saberlo.
Los tentáculos del mal le acechaban mientras él, borracho, maloliente y más vulnerable que antes,  trataba de agarrarse a esa especie de oportunidad que le daba la vida para no sentirse fatal.

Nadie le echó en falta cuando dejó de aparecer por la zona, hasta que de repente, un día cualquiera, alguien en un bar pidió que bajaran la voz porque quería enterarse de lo que decían en el telediario.
Así llegó la noticia de que Paco Lasagabaster se había tirado por una ventana desde el cuarto piso del hotel Metropole de Montecarlo, dejando una carta en la que explicaba que aquejado de una enfermedad terminal, había decidido pasar la última noche de su vida jugando en el casino su parte del bufete de abogados, con intención de perderlo alegremente.
Sabía que sus hijos quedaban en buena posición y eso le tranquilizaba.
Por lo demás, era muy consciente de que había derrochado su vida y dadas las circunstancias, no le quedaban fuerzas para seguir luchando.
Por más que lo había intentado no consiguió su propósito.
Jugó locamente, haciendo disparates y sin embargo salió del casino con un millón de euros,
habiendo dejado una importante propina a los croupiers que le hacían reverencias al despedirse, desconociendo las intenciones del generoso caballero español.
El cadáver mostraba un aspecto elegante.
Demacrado, pero muy bien vestido.

Esta es la triste historia de un abogado de Bilbao.

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