jueves, 9 de abril de 2020

TRES MIL OCHENTA Y CUATRO











Convivir tantas horas con Beatriz y Jaime y observar lo bien que se han hecho responsables de la situación, me impulsa a recapacitar sobre la educación que les he podido dar.
Tal vez tenía razón mi hermano Gabriel cuando, hace muchos años, en una de mis épocas difíciles, me invitó a comer en Bilbao.
Estábamos en el antiguo Toledo, en la Gran Vía y no recuerdo el propósito del encuentro, seguro que era para hacerme ver que se ocupaba de mí y que me ayudaría.
Lo que no me gustó es que dijera que el hecho de que mis hijos hubieran salido tan bien, era un milagro.
En aquel momento me molestó porque yo hacía lo que podía que quizás no fuera todo lo que se esperaba, sin embargo para mí era muchísimo dado que me superaba la obligación de tener tres hijos a mi cargo.
Mientras estaba casada con el que era mi marido y padre de mis hijos, él se encargaba de los estudios y los deportes que era más que suficiente, yo lo aceptaba encantada porque justo esos temas me resultaban imposibles.
Al quedarme sola con el pequeño y los mayores, me sentía desbordada, era excesivo.
Tuve muy claro desde que empecé a tener hijos e incluso antes, de que por nada del mundo les iba a educar como lo hicieron conmigo.
En alguna ocasión lo comenté con mi hermana Viví que tenía seis hijos y ella pensaba lo mismo.
Lo único que sabía era lo que no quería hacer.
Carecía de otras referencias así que les dejaba hacer lo que les daba la gana excepto si me molestaban demasiado.
Me arriesgué.






















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