lunes, 14 de marzo de 2016

Enigma en el Mediterráneo











No era mi intención hacer un crucero por el Mediterráneo, hice uno siendo muy joven y no le vi el menor interés, sino más bien lo contrario.
Sin embargo, las actuales circunstancias habían cambiado.
Mi marido atravesaba un período depresivo importante y el psiquiatra nos dijo que le sentaría bien, así que yo, no solo no puse objeciones sino que llena de entusiasmo, con la esperanza de que Manolo pudiera volver a ser la persona alegre con la que llevaba tres años viviendo en armonía, me ocupé de ir a El Corte Inglés y elegir el que consideré apropiado.
No reparé en gastos y cuando noté que titubeaba, traté de animarle.
Solo la idea de dar un paseo o hacer un recado, le producía un temblor que no paraba hasta que se aseguraba de que no me iba sin él.
Temía que se pasara metido en el camarote los ocho días que duraba la travesía, pero confié en el consejo del doctor y decidí intentarlo.
Al ver el taxi esperando, se negó en rotundo a salir del portal.
Se puso tan terco, que no me quedó más remedio que ponerme sería y le amenacé con marcharme y dejarle en casa.
Hasta tal punto se dejó llevar por el berrinche, que le amenacé con irme y ante la idea de quedarse solo, cedió y me siguió.
Nos instalaron en un camarote espléndido, que a Manolo le pareció un cuchitril de mala muerte, deshice las maletas y le convencí para ir a cubierta y ver la salida desde el puerto de Barcelona.
Tenía tanto miedo a que me volviera a enfadar y le dejara, que me siguió como cordero que va al matadero.
A pesar de la carga que suponía para mi tener que estar pendiente de él, disfruté de la partida del barco.
Eran las seis de la tarde de un espléndido día primaveral.
Sonaban las sirenas de despedida y dejábamos atrás Barcelona y la estatua de Colón.
Distraída con el bullicio y la alegría de la gente, pensé que mi marido estaría a mi lado como de costumbre, ya que desde que se dejó invadir por la depresión no se separaba de mi, pero me sorprendió comprobar que había desaparecido.
Imaginé que habría vuelto al camarote.
Volví allí pensando que me había tocado lidiar con un problema con el que ya había contado de antemano y que a pesar de lo mucho que le quería, estaba empezando a cansarme.
Llegué dispuesta a reñirle, más no pude hacerlo porque no estaba.
Extrañada, pregunté al camarero que nos habían asignado y negó haberle visto pasar por allí.
Volví a cubierta y no le encontré.
Había varios bares y comedores, dependiendo de las clases.
Nosotros estábamos en la clase de lujo.
Fui al bar y por más que le busqué, no di con él.
Teníamos derecho a pasearnos por todo el barco, así que me fui a la clase turista que estaba repleta de jóvenes ruidosos.
Intenté entrar en el bar pero había tanto jaleo que me confundí y sin darme cuenta me encontré en la discoteca, donde ya había un ambiente como si fuera de noche.
La música altísima, la gente muy animada y los que no bailaban estaban con la copa en la mano charlando a voz en grito.
Imposible imaginar que mi marido pudiera estar metido en ese alboroto que para él representaría el infierno, así que me di la vuelta y traté de encontrar un bar más tranquilo.
Encontré otro bar pero Manolo tampoco estaba allí.
No sabía qué hacer.
Nos habían dicho que la cena era a las ocho.
Empezaba a preocuparme y además, me daba rabia que me estropeara un viaje que de por sí no me apetecía y que solo me había prestado a hacerlo por ayudarle.
Hice de tripas corazón antes de entrar en el comedor y decidí tomar una copa para tranquilizarme, o por lo menos para frenar el mal humor que se avecinaba.
Me senté en un taburete y antes de que me diera tiempo para ponerme cómoda y a que mis ojos dieran crédito, vi una pareja enfrascada en una conversación que tenía pinta de ser muy interesante, pero más interesante todavía, fue que el hombre que escuchaba a la mujer era mi marido, el cual, a juzgar por las apariencias, se había curado de la depresión en cuestión de minutos.
Me puse tan nerviosa que intenté serenarme antes de acercarme y observé que Manolo había rejuvenecido, estaba más alto, sus ojos verdes brillaban y ponía una atención extrema en la mujer que le acompañaba.
Ni siquiera quise fijarme en lo que bebía, ya que el alcohol podía ser veneno para él.
Me levanté despacio y me acerqué a ellos.
Manolo no se sorprendió al verme, sino todo lo contrario.
Parecía que me esperaba y me sonrió como hacía semanas no lo hacía, encantado de presentarme a la que fuera su compañera de piso, cuando estudiaba arquitectura en la ciudad condal.
Ella también me sonrió.
Manolo le había hablado de mi y Rita deseaba conocerme.
Me recibieron con alegría.
Bebía una cerveza sin alcohol y el encuentro con esa chica y los recuerdos de su vida de estudiante, le habían devuelto a la normalidad.
Cenamos juntos los tres y llegamos a la conclusión de que a juzgar por los episodios similares que Manolo había tenido durante la carrera, el problema de lo que le habían diagnosticado como depresión, no era tal, sino algo relacionado con aquello que había tenido anteriormente y al que nadie dio importancia.
Rita recordó que era algo que le venía sin saber por qué y de la misma manera se le iba.
Mientras hablábamos del asunto, Manolo no intervino en la conversación.

Nos despedimos de Rita con la intención de seguirnos viendo durante el crucero.
Al llegar al camarote, quise comentar lo sucedido con mi marido, pero hizo un gesto con las manos, con el que daba a entender que ese asunto estaba zanjado.
Nunca hemos vuelto a hablar del tema.

Han pasado los años, sigo viviendo con él y me siento feliz a su lado, aunque reconozco que las temporadas en las que le aqueja lo que ni siquiera tiene nombre, lo paso mal y él también, pero sigue sin querer hablar, por lo que lo sigo considerando un enigma que tal vez algún día podamos descifrar.

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