miércoles, 25 de octubre de 2017

MIL CUARENTA








Ayer estuve en La Arboleda.
Tenía ganas de ver el panorama desde las alturas y disfruté.
Fui con Carlos, es un buen amigo y con él me siento a gusto, estuvo en silencio casi todo el tiempo, excepto cuando vio vacas en plena carretera y temió que nos embistieran.

Me gusta hacer excursiones a lugares de campo, estar en contacto con la naturaleza y encontrarme sorpresas como ayer, que sin esperarlo, vi un manantial escondido entre helechos y musgo.
Todo estaba tan silencioso, que solo poniendo mucha atención se percibía el sonido del agua y el de los pájaros que cantaban.
Sentí el zen.
El vacío.
No me extraña que al momento llamado ahora se le llame el presente, porque es el regalo de Dios.

Hay instantes en la vida que aparecen como por casualidad, tal vez no se estén buscando, no obstante sucede y es cuando se experimenta que existe el séptimo cielo.
Lo he comprobado varias veces y si tuviera que explicarlo no podría, porque es inefable, creo que es lo más parecido a una nada donde se encuentra el todo.
Misterioso.

La vida interior.
En algunas ocasiones me ha sorprendido que, estando con otra persona en el mismo lugar, tanto físico como mental, de repente yo me iba lejos, a un estado que solo a mi me pertenecía.
Me sentía incapaz de compartirlo.
Era algo individual.
Eso es lo que me pasó ayer con el manantial.
Carlos estaba en el coche y mientras yo contemplaba embelesada la fontana, me fui de allí, creo que tuve el síndrome de Stendhal.

Hice algunas fotos, ninguna especial, pero solo por aquel momento y por todo el verde que vieron mis ojos, mereció la pena el viaje.

Supongo que intentar vivir en ese estado constantemente requiere unas condiciones especiales, por eso las ermitas están aisladas en los bosques y para los conventos, se eligen lugares de poder.

Son regalos que nos ofrece la vida si estamos atentos.
















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