jueves, 24 de enero de 2019

DOS MIL SETECIENTOS








Desde que se empezó a hablar en la televisión española del caso de Pablo Ibar, condenado a muerte sin que las pruebas fueran convincentes, me he interesado por él.
A pesar de haber vivido en Estados Unidos y haber ido a la Pepperdine, universidad jesuítica en donde se debatía sobre la idoneidad de la pena de muerte, nunca me pareció adecuado tomarse la justicia hasta esos extremos.
Ultimamente vuelve a estar en la palestra el caso de Pablo Ibar y cada vez parece que las evidencias no lo son tanto, de hecho hasta ha tenido que parar el juicio porque un testigo ha renegado de su testimonio.

Es sabido que las leyes anglosajonas no son claras, todo está demasiado supeditado a los puntos de vista personales, a los abogados con buenos contactos y bien remunerados.

Justo ayer, hablando con mi hijo el pequeño que vive en Berlín y está enamorado del idioma alemán al que dedica tres horas de estudio diarias con una excelente profesora privada, me contaba que las leyes tienen tantos matices que hay países europeos que piden permiso para utilizarlas y agregarlas a las suyas.
Me gusta la idea.
Así como no me gusta la justicia americana, tampoco me gusta la española, ya que la considero excesivamente subjetiva. 

Desde que era pequeña protestaba en el colegio cuando algo me parecía injusto y sigo pensando lo mismo.
No creo en la justicia, he visto tantos desmanes en ese terreno que no me fío.
No me fío de nada ni de nadie.










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